miércoles, 12 de junio de 2013

Preparando el ADIÓS (III)

El 20 agosto 2008:

Pero sigo contando mi peripecia por el “tercer mundo”. Mi llegada fue el jueves en que pasé la noche dormitando en una silla. El viernes fue una locura de llamadas telefónicas para buscarme un destino. Para decirlo breve y llanamente los servicios sociales se desentienden de todo. Tanto viernes como sábado vinieron familiares para constatar el estado de las instalaciones y lógicamente interesarse por mi estado de ánimo. Al final y para acortar el relato, mis familiares me sacan de allí el sábado a las tres de la tarde más o menos. Destino: mi casa.

El 16 de agosto de ese 2008 en El Mundo se publicaba esto:


 Querido J:

Nuestro Jacques Brel decía que las casas de los viejos huelen a tomillo y a lavanda y que allí se oyen las palabras de antaño. Les vieux. Se trata de una de sus grandes canciones, burguesa y triste. Los viejos, que tiemblan al oír el péndulo de plata del reloj de pared, qui ronronne au salon, qui dit oui qui dit non, que dice os espero. Ya sabes que llevo cerca de un año por lugares de viejos. Hospitales, centros socio-sanitarios (como llaman ahora, al menos en Cataluña, a un extraño híbrido de la sanidad pública donde el enfermo tiene que pagarse la botella de agua mineral) y residencias.  El olor dominante, discúlpame, es el de la mierda desinfectada. El largo paseo acabó la otra tarde en un agujero de la periferia barcelonesa: tres turons[colinas] fan una serra/quatre pins un bosc espès. Allí, rodeado de viejos terminales, pretendió encerrar el sistema público catalán a un hombre de cincuenta años, enfermo, inmovilizado, pero lúcido y con una esperanza de vida casi normal. Supongo que pretendían que aprendiera a morir, circunstancia que requiere una práctica. Lo tiraron sobre un jergón adosado a una pared que aún mostraba las huellas dactilares del último, aunque no pude distinguir si era defecación o plasma. Maldigo que la literatura te impida creerme cuando te diga que unos metros más arriba había una residencia canina y que, aun sumándolo todo, los aullidos de los animales eran lo peor de la tarde. Otro día te hablaré en detalle de su peripecia, aunque puedes consultarsu blog y ver la manifestación local y sarcástica de aquel solemne preámbulo de las películas de juicios americanas, cuando el Estado se dispone a ir contra un hombre.

Hoy te escribo por los viejos. Siguiendo, aunque de lejos, a ese hombre he podido ver bastantes. Es una circunstancia rara, porque ese tipo de asuntos sólo se ven en las estadísticas. Cataluña tiene más de un millón de viejos, comprendiendo todos aquellos que han cumplido los sesenta y cinco. El total de España está cerca de los siete millones y medio. Tengo algunos otros datos, por ejemplo franceses: más de diez millones de viejos y algo más de un millón que han pasado de los 85 años. Sujétate: en el 2015 esos grandes mayores serán dos millones. Pero pongámonos otra vez cerca del millón largo de catalanes viejos. La oferta de residencias (pública y privada) no supera las 60 mil plazas. Cataluña es el lugar donde hay más plazas de España, aunque la oferta pública ¡es la menor! española, como corresponde a un gobierno de izquierdas, cuyo santo y seña es la protección e higiene del espacio común ciudadano. La recomendación de la Organización Mundial de la Salud sobre la relación entre plazas residenciales y mayores de 65 años es del 5%. En Cataluña la ratio es del 4,2% y en España del 3,8%. Las cifras europeas anulan cualquier esperanza: Francia supera el 8%, Holanda el 12,2%, Gran Bretaña el 11% y Dinamarca el 13%. El estado del Estado del Bienestar español es incompatible con la absoluta falta de austeridad de la política local. Es incompatible con el faraónico desarrollo de las televisiones autonómicas; con las campañas de autopromoción de las instituciones públicas; con la noticia (máxima) de esta misma mañana en que te escribo: una carta al director del diario El País que subraya el coste del viaje a Londres del consejero de la vicepresidencia catalana y 17 acólitos para inaugurar una oficina de representación exterior: 22.843 euros. Por supuesto poco me importa la cara de fastidio que ponen (especialmente Antoni Castells, el consejero de la solidaridad limitada) cuando alguien les asocia cifras de esta calaña: se han acostumbrado a llamarle a la verdad demagogia. Y es la verdad, descompuesta, la que asoma detrás del único proyecto legislativo real del primer gobierno del presidente Zapatero: hechas las cuentas es evidente que el Estado actual no puede financiar ni de lejos la Ley de Dependencia. El viejo mito español de que las familias acogen a los viejos no se sostiene por ningún lado. Si los tienen en casa es porque no hay residencias y porque su calidad global es pésima. Pero teniéndolos en casa no hay modo de acogerse a ayudas humanas o técnicas: el Estado no puede pagar ni el bouquet de lavanda.

Vuelvo a las residencias, y a los sesenta mil catalanes que las ocupan. Hace un par de días apareció una de esas noticias cíclicas, esta vez localizada en Collbató. Collbató…, te acordarás, había unas piscinas míticas. El periódico decía que la Generalitat había cerrado un geriátrico. En la noticia estaban los eufemismos administrativos: “… la detección de irregularidades en el funcionamiento y la organización del servicio, así como el hecho de que la residencia no dispone de ningún responsable higiénico-sanitario, y tampoco de ningún profesional con capacitación suficiente.” El más simpático era el uso del verbo “detectar”: como si la constatación de la mugre necesitara prospecciones bajo tierra. He visto en el último tiempo, siempre fugazmente, la cara de muchos ancianos a pocos metros del final, y he asistido, sin inmiscuirme, como una cermeña cámara oculta, a escenas diversas de su vida diaria. Mi apego, animaloide, a la vida (el mismo, desde luego, que me hace considerar el suicidio como un derecho humano irrenunciable) me hacía verlos con una extraña simpatía, aun en circunstancias agónicas. “Ahí va uno que aguanta”, pienso yo, cuando sé que otros piensan “Ahí va un deshecho humano”. Pero el trato que aquí reciben ese saco de huesos acabados no es el que merecen, ni, sobre todo, el que la técnica y nuestro privilegio deben darles. A poco del final el trato a un viejo importa más a los todavía jóvenes y sanos que están observándolo. En estos meses, con frecuencia, he vivido el trato como una absoluta indignidad. Te ahorro el catálogo, pero no esta suave imagen: nadie debe lavar a un viejo con la puerta abierta.

La gente quedaría consternada con un reportaje veraz sobre la atención que reciben los viejos residenciados, hórrida palabra a la altura de la experiencia. Pero en los periódicos sólo hay eufemismos administrativos. Tiene su explicación. Los viejos ya no hablan. Sus cuidadores menos: es un gran negocio basado muchas veces en prácticas semifeudales, que tiene a los inmigrantes como innoble recurso. Y los que podrían hablar se mueren de vergüenza. Cuando se deja a un viejo catalán (adjetivo para hablar de lo que conozco) en uno de los miles de agujeros con jergón se paga también el silencio. Las familias saben que dejarlo allí es un fracaso. Conocen el sistema. La “capacitación suficiente” y “los responsables higiénico-sanitarios”. Exhibir ese viejo y su vida terminal sería exhibirse. No deberías creer, por último, que estoy hablando de los últimos escalones del desespero: no se trata de homeless que han encontrado al fin su casa. Y tampoco de esos viejos que no distinguen su nuevo ambiente pues siempre dispusieron de mayordomo y lejanías. En realidad lo más inquietante de mi viaje fue la normalidad mesocrática de las circunstancias. En el jergón del que te hablo,  tan bien dotado para la atención sanitaria que las sillas de ruedas disponibles no entran por las puertas de las habitaciones, muchas familias pagan dos mil euros al mes por sus viejos. Nada barato, pero es la única posibilidad de limitar los daños. Al que paga le pasa como al que es catalán: no puede pasar nada malo. Hay silencios sin precio. Acallan el runrún: el péndulo de plata, la quejumbrosa respiración del padre o el enema lento de la conciencia.

Sigue con salud
A.
(Links: Verónica Puertollano)

Correspondencias /Juanjo Jambrina
Un buen trabajo, Arcadi. Echo en falta la parte alícuota de responsabilidad de la prensa. Ya lo dejó escrito Camus en La Peste: “La prensa tan locuaz en el asunto de la muerte de las ratas no hablaba de nada. Es que las ratas mueren en la calle y los hombres mueren en sus habitaciones. Y los diarios solo se ocupan de las calles”. Mira los reportajes de los que ha hablado el gran programa de denuncia CALLEJEROS. No hay asilos.
Un saludo lisboeta

Correspondencias /Pedro Echánove
Pues sí, querido Arcadio, todo eso que dices está muy bien dicho y queda como de persona que se preocupa de los más débiles. El no va más. Pero me parece que es tema un tanto manido. Hasta en el último festival del cómic de La Coruña ha tenido mucho éxito una cosa sobre el alzheimer. Pero para cuándo un buen reportaje sobre Dignitas. Ya sabes, esa empresa de Zurich que habla poco, pero hace mucho para aliviar las penosas transiciones.
Un abrazo.

Correspondencias /Francisco
Es cierto: los viejos no hablan y alojarlos en uno de esos agujeros es pagar su silencio. Pero para silencio, el de los centros de acogida de menores. Y me refiero al caso catalán: ahí no hablan los padres (por razones obvias), ni los funcionarios, ni, por supuesto, los propios menores. ¿Y los políticos? ¿Recuerda Vd. alguna propuesta de un partido político sobre el particular? No busque: no encontrará referencia alguna. Del periodismo mejor no hablar, Vd. ya sabe dónde pone el foco. Y se lo puedo garantizar: lo que pasa en esos centros (públicos) es escalofriante.
Un saludo cordial.

August 16, 2008 | Filed Under El Mundo/El Correo Catalán 

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